
Casi un cuarto de siglo. Ese es el tiempo que atesora Tribeca, sólido exponente de la gastronomía en Sevilla, sirviendo buen hacer culinario y marcando el barrio de La Buhaira como uno de los destinos hispalenses a los que entregarse si uno reclama mar y finura.
Lejos de la ingravidez de negocios que abren y echan el cierre, de los tiempos que instan al cambio constante, en esta casa brillan el oficio, la cocina y el tesón.
Basta con echar la vista atrás y comprobar que una de las primeras sensaciones culinarias de Sevilla pervive con furor.
Decíamos Tribeca, donde arman un discurso desde la desnudez del producto y la virtud de una técnica bien ejecutada.

Así lo augura el aspecto y disposición del propio restaurante. Tres espacios interconectados, dotados de una magnífica iluminación y un aire distinguido. Tras las celosías y los manteles de hilo, empero, Tribeca emerge tan natural, próxima y viva como su cocina.
Pedro Giménez despide la presencia y vigor propios de un chef comprometido con la gastronomía, el producto y el servicio.
Merodea por la sala, atiende al comensal y dirige con firmeza y mimo las tareas que suceden en esa cocina semiabierta, una suerte de aperitivo visual de lo que se cuece, literalmente, bajo nuestros pies.
Comerse el mar

La de Tribeca es una cocina de temporada con el mar en el centro de la ecuación. Abanderan la calidad del producto con la meritoria cátedra que es contar con su propia pescadería, Astaroth en Rota.
Pescados y mariscos del Golfo de Cádiz sustentan el peso de una carta y menú degustación que transitan con la estacionalidad.
Arrancan apetentes un salmón ahumado y marinado con queso feta, manzana infusionada en hinojo y grosellas; una gilda de pulpo, piparra y romescu y un crujiente de piel de bacalao con brandada de bacalao, aceitunas negras y naranjas.
Inaugura la ceremonia la bullabesa, una de las sopas mediterráneas por excelencia que, en este caso, no solo logra brindar confort sino integrar con delicadeza cada ingrediente de forma aislada, con cantidad de matices y recuerdos.
Hay espacio para conservar los clásicos, no obstante. Como el tartar de carabineros, que despertará devoción a bisoños y ávidos paladares.

Sutileza de invierno
Espectacular la vieira a la plancha, con holandesa, trufa y hierbabuena, un bocado sobresaliente que modula en la boca y se hace escaso. El gusto pide más.
La sutileza alcanza su cenit en el mero rebozado con jengibre y kumquats. Donde no hay elementos de distracción, ni florituras innecesarias. Y es que en Tribeca nada se enmascara porque Tribeca es una cocina sin atajos.
Lejos de pensar en platos estériles, incluso más allá de su especialidad, los pescados, se afanan en la sapidez, la técnica y la audacia.
O sino, cómo es posible perpetrar un foie gras a la brasa junto a una finísima tortilla enfundada en un velo de boletus y vinagreta de piñones. Que jugos y texturas sigan siendo una poderosa arma de seducción en el último de los platos.
Un despliegue de gracia también en los postres. Refrescante el sorbete de vodka y mandarina para anticipar la pera en almíbar, flan de queso, teja de regaliz y streussel de lavanda.

Y un cremoso de trufa de invierno, roca de avellanas y helado de cerveza negra. Suave en la mordida, capaz de sacarle el jugo a la estación y elevar el invierno. Tribeca perdura manteniendo la esencia y permeando en la contemporaneidad llevando la delantera en la categoría de la alta cocina.
Poco más que añadir. Si el primero de los espacios del Grupo Tribeca se sostiene con robustez y del mismo se han desprendido otras grandes firmas culinarias en la hispalense, solo queda agradecer a la tríada Pedro Giménez, Eduardo y Jaime Guardiola las posibilidades que le han prestado a la ciudad.
Fotografías: Germán Domínguez / Estudio 2017