La lectura de La familia atrae por la misma razón que nos atrapa lo incómodo: porque las historias cotidianas y los lugares comunes, lejos de conciliar con la paz de lo ordinario, encierran hastío y miserias. Y es inevitable conectar con las profundidades de una corporación tan arbitraria como el hogar familiar, nos apela.
Entre las páginas de este nuevo manuscrito de Sara Mesa se interponen capas temporales, en las que se estrechan y dilatan lazos, se asientan los dogmas que nos enseña la intimidad del hogar; donde conviven las ausencias y las presencias reiteradas, fatigosas, la convivencia como un insoportable contrato con intereses.
El texto arranca con dos poderosas páginas en segunda persona. Bajo el título La casa, el narrador atraviesa el espacio, escudriña los inhóspitos rincones, como un robado entre los arbustos. Al lector se le agudiza el sentido de la observación y, a modo de sinestesia, ante las palabras se inmiscuye en el hogar como un espía. Algo así como la propuesta de François Ozon en Dans la maison, donde el protagonista accede y experimenta la fascinación de husmear a hurtadillas las bondades y fracasos de sus vecinos. Me pregunto si el guion de la película, a cargo del dramaturgo Juan Mayorga, serviría de inspiración para este preludio. La familia se presenta así, con la culpa y lo prohibido como consignas.
«En esta familia no hay secretos»
A esta presentación le seguirán, poco a poco, los personajes. Cada página desenmascara los perfiles de un padre encorsetado en estrechas creencias, una madre que se deja desaparecer y sus hijos. Tres figuras poliédricas y dispares que consiguen escapar al cliché; el lector se aferra a sus heridas y disculpa sus conductas.
La familia se deconstruye y termina por descomponerse en este libro, una suerte de partes por el todo donde los protagonistas no son los personajes; tampoco el conjunto familiar, sino el residuo que deja la pertenencia, el regusto de lo luminoso y lo vacío. Y es que hay casi una certeza en esta historia: no todas las familias son iguales pero quizá no haya que rendir culto inequívocamente a esta estructura. A través de escenas y viajes al pasado se diseccionan las dinámicas de poder, la subjetividad del recuerdo y el ecosistema de esta familia.
Los libros de Sara Mesa azoran, perturban o, si no lo pretenden, desde luego consiguen conmover al lector. La familia perpetúa el espíritu de una autora que desgarra y consigue cuestionar la paradoja de la ética. En sus historias aparece como una estructura de espejos poliédrica de díficil certeza, de cuestionamiento intermitente. Los límites del bien y el mal se desdibujan en favor de la duda. En definitiva, esta lectura, como tantas otras de la autora, destruye la comodidad del sillón y agita con la ficción los valores de lo que existe, de lo que evitamos pensar. Sara Mesa desnuda lo políticamente incorrecto, lo innombrable en relatos como este donde hacerse la huidiza resulta una tarea imposible.