Si habéis entrado al Cementerio de San Fernando por la puerta principal es probable que alguna vez os hayáis fijado en el Cristo de Susillo. El creador de la obra, Antonio Susillo, era uno de los escultores más reconocidos del siglo XIX y contaba con clientes de la talla de la reina Isabel II o el zar Nicolás II.
La historia cuenta que Susillo recibió un encargo para el Cementerio de San Fernando, en el que se entregó en cuerpo y alma, ya que la escultura del Cristo supondría el fin de las deudas que había contraído debido a una despilfarradora mujer con la que se había casado tras un primer matrimonio fallido (su habilidad para esculpir era inversamente proporcional a la de escoger esposa).
Cuando terminó el encargo de su vida, el artista se dio cuenta que lo había esculpido con las piernas al contrario y no pudiendo enmendar el error se pegó un tiro, que era el suicidio romántico por excelencia de la época. Los sevillanos creían que debía ser enterrado bajo los pies de su obra (ironía ser enterrado bajo el causante de tu muerte), pero la autoridad eclesiástica se negó, ya que los suicidas no podían descansar en suelo sagrado. No obstante, se acabó alegando que tenía una enfermedad mental y pudo ser enterrado allí.
En un principio, su cuerpo reposaba junto a la del pintor Ricardo Villegas, pero treinta años más tarde debido a la prensa, la sociedad sevillana consideraba que el escultor debía ser reconocido, por lo que en 1940 los restos de Susillo reposaron bajo su obra finalizada gracias a los fondos del Ayuntamiento.
Lo más sorprendente ocurrió días más tarde cuando el Cristo comenzó a llorar y no eran lágrimas saladas precisamente. Lo que manaba de los ojos de Cristo era miel. Era tal el milagro, que la Iglesia envió una delegación al Vaticano para esclarecer el suceso.
Para desgracia de los creyentes del milagro, se descubrió a posteriori que la miel de abeja se debía a que Susillo había dejado hueco el interior del Cristo para que la obra no pesara tanto y este hueco fue aprovechado por las abejas para crear allí su colonia, de modo que cuando la escultura se calentaba, la miel se derretía y brotaba de los ojos del Cristo. Da igual que el milagro fuese desmontado porque desde entonces al crucificado se le conoce como el Cristo de las Mieles.