¿A quién no le alegra la vida un flamenquín del tamaño de su brazo?
Cuando juzgas un restaurante siempre lo haces con el baremo calidad-precio y se olvida algo tan importante como es la cantidad. Por esto tampoco pretendemos endiosar a bares que sirven platos mondongo-friendly (aquellos que están tan llenos de comida que no te permiten atisbar el fondo) y se vanaglorian de ello. Lo importante es que haya un equilibrio entre la cantidad y la calidad y un ejemplo de ello es Santa Marta (c/ Angostillo, 2), donde los amantes del flamenquín y la tortilla de patatas encontrarán un par de ídolos a los que rendir culto.
Santa Marta tiene varios puntos positivos como sus veladores en la idílica Plaza de San Andrés o un precio bastante considerable para comer de tapeo, pero sin duda, la catapulta a la fama del bar se debe a los enormes pinchos de tortilla de patatas que sirven y a sus flamenquines.
Para nuestro gusto, la tortilla de patatas gana más si se hace un poco más jugosa (como dice una amiga, «que sude huevo»), pero está decente y el pincho entra gustosamente, aunque no te permite comer mucho más de la carta.
En cuanto al flamenquín, es tan grande que resulta hasta violento cuando sirven el plato en la mesa. No te aconsejamos pedírtelo si no tienes intención de compartirlo porque además, si no destacase ya de por sí por su colosal tamaño, viene acompañado de patatas fritas con salsa. ¿Te acuerdas de la escena de Astérix y las doce pruebas en la que Obélix tenía que comerse un banquete que incluía hasta camellos? Pues comerte tú el flamenquín sin compartirlo es algo parecido.
De Santa Marta no podremos decir «lo bueno, si breve, dos veces bueno», pero sin ninguna duda podemos afirmar que aquí el tamaño sí importa, pero siempre con moderación que después el colesterol hace de las suyas.